Por Alberto Hutschenreuter
Entre los días 16 y 18 de febrero pasado se realizó la 54 edición de la Conferencia sobre Seguridad de Múnich, un evento que desde 1963 congrega a mandatarios, funcionarios de alto nivel y expertos que exponen y debaten allí su visión sobre los principales acontecimientos (crisis, conflictos, etc.) que tienen lugar en el globo. Podríamos decir que se trata de una cita de escala que nos permite asomarnos al estado del mundo y percibir la temperatura estratégica imperante entre los poderes mayores.
Como generalmente sucede en la capital de Baviera, el encuentro no solo “no defraudó” a aquellos que cada vez más perciben con inquietud el presente y el curso de las relaciones entre Estados, pues en Múnich sin ambages se suele comunicar sobre peligros e imputar responsabilidades, sino que se confirmó que no existen demasiadas perspectivas entre los actores preeminentes para celebrar algún tipo de plataforma o conferencia estratégica que establezca pilares en relación con la configuración internacional del siglo; es decir, prevalece, en el menos peor de los casos, una suerte de “punto muerto”.
Nada debería sorprender si consideramos que las relaciones internacionales continúan fundándose en lo que se denomina “descentralización”, es decir, relaciones entre Estados soberanos no sujetos a ninguna entidad o gobierno central a escala planetaria. Sucede así que el poder, ese gran componente de la política interna e internacional, sufre dinámicas diferentes en uno y otro segmento: “mientras hacia dentro de los Estados las leyes y las instituciones ciñen al poder; hacia fuera es el poder el que ciñe a las leyes y las instituciones”.
Para expresarlo en los términos un poco más gráficos y contundentes del olvidado Raymond Aron: “El carácter único de las relaciones internacionales surge del hecho de que se trata de relaciones entre unidades políticas, cada una de las cuales reclama el derecho de hacer justicia por sus propias manos y ser el único árbitro de la decisión de luchar o no luchar”.
Queda claro entonces, que mientras el mundo continúe en estado anárquico o descentralizado y atomizado en Estados que se desconfían entre sí (y no hay razones para suponer que ello vaya a sufrir alguna modificación), lo central para estas entidades será la subsistencia, para lo cual la disposición de capacidades es una cuestión de importancia mayor.
En Múnich se comunicó suficientemente que este es el mundo de desconfianza que nos toca vivir y hay que prepararse para ello, puesto que nadie parece estar interesado en lograr algún modo de regulación y control, es decir, prevalece el denominado “modelo relacional”, donde el poder y la seguridad nacional concentran toda ocupación y preocupación, por sobre el denominado modelo institucional, donde lo institucional y multilateral suele recibir cierta atención cuando los poderes mayores así lo consideran.
Acaso el “mejor ejemplo” sea Siria: una guerra casi mundial hacia dentro de “un Estado”, donde todos (potencias mayores, poderes intermedios y grupos fácticos) persiguen sus propios intereses, a la vez que se endosan responsabilidades y nadie se muestra verdaderamente interesado en poner fin a la más grande crisis humanitaria en lo poco que va del siglo.
Con razón se ha advertido durante los últimos días que allí puede salirse todo de control y ensancharse el estado de guerra. De hecho, a raíz de injerencias se cruzaron fuertemente dos poderes en pugna en la región, Israel e Irán, actores en situación de conflicto irreductible.
En Múnich también quedó suficientemente en claro que Estados Unidos y Rusia no solamente se mantendrán en conflicto, sino que la tensión entre ellos podría escalar, es decir, la fuerte acumulación militar que tiene lugar en ese “cinturón de quiebre” que se extiende desde el Báltico hasta el Mar Negro podría dar lugar a una fase de “querellas” o “interacciones militares abiertas”, por caso, situaciones como la ocurrida en 2016, cuando aviones rusos Sukhói-24 realizaron vuelos rasantes sobre un destructor estadounidense que navegaba a poco más de 100 kilómetros de la plaza portuaria rusa de Kaliningrado, pero con consecuencias mayores.
Entonces, se pasaría de los actuales teatros de “hybrid wars” y “shadow wars”, en los que predominan acciones no violentas encubiertas y agresivos despliegues militares respectivamente, a choques directos y sin precedentes entre la OTAN y Rusia. No fue casual que el presidente de la Conferencia de Seguridad advirtiera que “Nunca antes, desde el final de la Unión Soviética, habíamos corrido tan alto riesgo de una confrontación militar entre las grandes potencias”.
En Múnich quedó evidenciado el “estado anti-geopolítico” de Europa, es decir, la toma de conciencia europea de que la construcción institucional o posnacional no necesariamente equivale a abandonar la reflexión y ejecución geopolítica. En otros términos, como consecuencia de la “derrota” de Europa en 1945, esto es, la partida del poder hacia otras latitudes y actores, la geopolítica en Europa recayó en Estados Unidos. Pero Europa nunca volvió a considerar la disciplina: continuó en el rol de “subordinado estratégico” aún concluida la Guerra Fría. Y por ello sobrevinieron situaciones en las que Europa quedó como blanco (del terrorismo) y enfrentada a un actor mayor (Rusia) en el propio continente, una hipótesis que prácticamente se había desechado en los “Libros Blancos” u otros documentos oficiales de seguridad.
Pero Europa no consideró que tenga que “pensarse geopolíticamente”, hasta que el mandatario republicano les recordó sin rodeos que los europeos deben hacerse cargo de su defensa, que se acabó la “comodidad” o “consumición estratégica”. En este sentido, quizá Trump (muy reprobado por los europeos) paradójicamente permanezca como el gran impulsor de la emancipación geopolítica de Europa, si es que finalmente Europa comprende que no ha existido ni existirá la categoría internacional de “potencia normativa” o “civil”, esto es, como señala Hans Kundnani, un actor cuya misión es “civilizar las relaciones internacionales”.
El ministro alemán de Exteriores pareció comprenderlo cuando sostuvo “no podemos ser los únicos vegetarianos en un mundo de carnívoros”; una reflexión en tono realista en la que podría advertirse un “nuevo enfoque geopolítico” alemán (y por tanto europeo), esto es, moderar el atlantismo y dar más énfasis al este; algo que implica trabajar para poner fin a las sanciones a Rusia y, por otro lado, incrementar las relaciones con China y ser parte de su proyecto geoeconómico centroeuroasiático. En otros términos, “menos Westfalia y más Eastfalia”, recurriendo al concepto que se usa para anticipar el “nuevo sitio del mundo”.
Como si no fueran suficientes las inquietudes, en Múnich se abordó la cuestión central de la tecnología global: la inteligencia artificial. Pero se hizo desde la perspectiva amenazante, esto es, el uso militar que se pueda llegar a hacer de la misma. Por ello, tampoco fue una casualidad que el ex Secretario General de la OTAN, Anders Fogh Rassmussen, haya propuesto trabajar sobre un tratado internacional y jurídicamente vinculante para prohibir la producción y la utilización de lo que se ha denominado “armas letales autónomas”.
El foro también trató las cuestiones relativas con los ataques cibernéticos, Corea del Norte, el agotamiento del orden liberal, los gastos militares, el pacto nuclear con Irán, etc. Pero todas estas cuestiones se volvieron casi “irrelevantes” cuando desde Washington llegó algo así como el “corolario de la Cumbre de Múnich en clave Trump”.
La denominada “Revisión de la Postura Nuclear” podría representar el fin de la era de la disuasión y el ingreso del mundo a un terreno desconocido, puesto que la misma replantea la utilización de las armas nucleares. Si antes se contemplaba su utilización en “contextos extremos”, a partir de ahora se podrían usar para contrarrestar “ataques estratégicos no nucleares”, por caso, ataques a través de la red. En estos términos, el enemigo de Estados Unidos (¿y de sus aliados?) no necesariamente puede ser un país con armas nucleares; más aún, ni siquiera podría ser un país.
En breve, la panorámica de Múnich nos deja ver un mundo con los “viejos vicios” de siempre en la política internacional, esto es, Estados, seguridad, interés nacional, autoayuda, conflicto, etc. Un mundo que nos recuerda la concepción de Thomas Hobbes en su clásico de 1651 en relación con el “estado de naturaleza” en el que se encuentran los sujetos:
“[…] aunque no hubiese habido ninguna época en la que los individuos estaban en una situación de guerra de todos contra todos, es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que poseen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mirándose fijamente, es decir, con sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados en las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos constantemente, en una actitud belicosa”.